Salir de la costa carioca y entrar en el estado de Minas Gerais fue impactacte. Cambiamos la playa por sierras y más sierras. Minas de gas, minerales y vaya uno a saber que más, estaban por doquier. Fuimos directamente a Ouro Preto, una de las tantas venas abiertas de América Latina. En este pueblo clavado en el centro de la montaña se nota que la riqueza abundó en algún momento. Hay iglesias bañadas en oro en casi todas las esquinas, y la ciudad tiene un aura señorial, aunque actualmente sólo vive del turismo. Simple. Los portugueses descubrieron que la región tenía oro y trajeron miles de esclavos desde África para trabajar día y noche durante décadas. El oro se acabó, ellos se fueron y dejaron todos los problemas, y muchas iglesias que más tarde serían saquedas. Aunque la historia es triste, la ciudad es increíble por sus recovecos que lo hacen sentir a uno en el siglo XVII. En algunas calles estás rodeado de más de tres iglesias y se puede ver a lo lejos la cúpula de varias más. Cada una contiene hermosos trabajos tallados por esclavos. También se puede comprobar cómo a pesar de ser convertidos obligatoriamente al cristianismo, los africanos conservaron sus propias religiones mezcladas con este, y sus símbolos viven aún hoy en las talladuras de las tantas iglesias como una burla a sus explotadores.
Nosotros llegamos hasta un viejo camping Club de Brasil, un lugar donde ya casi nadie acampa, y no se ve ni un trailer. Sin embargo el lugar está impecablemente cuidado por Seu Geraldo, y las instalaciones aún son muy buenas. Apenas llegamos, pudimos ver a una perra con toda su camada, 11 cachorritos, algunos más flaquitos que otros y todos bien cruza de calle con vereda, o como dicen en Brasil, vira latas. Sabiendo de nuestra afición por los perros tratamos de ni siquiera mirarlos durante nuestra estadía en el camping.
Al día siguiente ya estábamos en la ruta y con el cachorrito a cuestas. Pasamos una noche en Teófilo Otoni, ciudad del interior de Minas, en donde lo hicimos ver por una veterinaria. Ella nos haría saber que además de estar desnutrido, estaba deshidratado porque no sabía tomar agua. Ahí comenzamos a darle agua con una jeringa y el perro empezó a responder. Para ese entonces ya lo habíamos bautizado como Chico, en honor a Chico Buarque. Y ahí iba él en su cajita, mirando el camino como un integrante más de LatinoameriKangoo. Ahora, rumbo al mítico estado de Bahía.
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